La hija de Cayetana by Carmen Posadas

La hija de Cayetana by Carmen Posadas

autor:Carmen Posadas [Posadas, Carmen]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2016-10-02T04:00:00+00:00


CAPÍTULO 29

LOS SEÑORES DE SANTOLÍN

Hasta que la sirena de la nave anunció que acababa de separarse del muelle, Trinidad estuvo temiendo algún imprevisto malhadado. Que en el último segundo, justo cuando soltaban amarras, llegase corriendo un alguacil, o, peor aún, la ronda entera, para detener el barco, para gritar que había en curso una denuncia y que una tal Trinidad, esclava, al servicio del palacio de El Penitente, se encontraba entre el pasaje. Por eso prefirió permanecer allí arriba, en cubierta, para ser la primera en verlos y poder decidir qué haría a continuación. ¿Saltar al mar? Juan le había enseñado y nadaba como un pez, algo poco común, y más aún entre las mujeres. Suerte además que las tormentas de abril habían dado paso a una deslumbrante primavera, por lo que sus ropas eran ligeras. Aun así, bonito espectáculo para los pasajeros sería ver cómo se tiraba al agua y se alejaba con sus anchas faldas flotando a su alrededor mientras esquivaba ratas, culebras y todas las inmundicias propias de un puerto.

Por suerte y de momento, medidas tan drásticas no parecían necesarias. Lo único que Trinidad alcanzaba a ver, allá en el muelle y hasta que la distancia las hizo desaparecer, eran las caras de sus amigas y cómplices, emocionada la de Luisa, falsamente ceñuda la de Caragatos. Hasta el último instante había intentado disuadirla de su viaje. «Mira que irte a mitad del océano en busca de un fantasma», refunfuñaba, pero eso no había impedido que la ayudase a salir sin ser vista horas antes ni impediría tampoco, seguramente, que se dedicara a borrar todo rastro que pudiera llevar a descubrir adónde o con quién se había marchado.

—Un maravedí por tus pensamientos, princesa.

El barco comienza ya a escorarse levemente buscando el viento y Trinidad se gira para ver quién le habla. Un joven de unos veintitantos años, levita gris y pelo rizado y largo recogido en la nuca, un caballero. Así es como lo verían algunos. Otros, en cambio, y en especial los pasajeros que fueran del otro lado del océano, seguramente lo describirían como un café con leche, un café au lait, término acuñado en alguna de las colonias francesas, pero que más tarde se popularizó para señalar exactamente a quien tiene delante, un mulato vestido como un señor. Trinidad decide no contestar, no le gustan los cafeolés. Tienen fama de arrogantes, también de pendencieros. Y posiblemente llevan algo de razón en ser al menos lo segundo, porque nadie los considera uno de los suyos: para los blancos son negros, para los negros, blancos, para los pobres, ricos, para los ricos sólo negros, unos negros resubíos, como entonces se decía. Aun así, no pocos de ellos llegaban a prosperar, sobre todo en el comercio, contrabandeando, trapicheando, vendiendo y adquiriéndolo todo hasta comprar también su respetabilidad. «Seguro que es uno de ellos —se dice—, un nuevo rico». Demasiado joven para haber hecho fortuna, pero la sangre mezclada hace que uno espabile rápido, bien que lo sabe ella.

—Dos maravedíes por tus pensamientos…

Trinidad baja la vista y opta por alejarse.



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